Zimbabue, a la deriva

Un año largo después de la caída de Robert Mugabe, el anciano dictador que consiguió la independencia del país y luego lo llevó al desastre, Zimbabue continúa a la deriva. Desde que en la primera década del siglo se puso en marcha una reforma agraria que no tuvo en cuenta su incidencia en la producción, la economía nacional es un caos. El producto interior bruto cayó un cincuenta por ciento y con él, el empleo, la existencia de alimentos y bienes de consumo y, lógicamente, el nivel de vida de las familias.
La verdad es que los zimbabuenses no han tenido suerte en la búsqueda de su estabilidad. Las huellas dejadas por la época colonial, a la que siguió el apartheid de la seudo independencia de los colonos blancos, no les ha dejado mucho tiempo a la esperanza. El país es rico en materias primas y en bellezas naturales. Los turistas que lo visitan regresan admirados, aunque también bastante defraudados por las dificultades con que tropiezan para alojarse y alimentarse.
Ahora mismo, la carencia de productos básicos, desde medicamentos hasta comidas, es muy grave. Tampoco se han conseguido superar las secuelas del bloqueo sufrido hace cuarenta años que dejó a la sociedad sin medios materiales para explotar mejor la tierra, comercializar los productos e iniciar un tibio desarrollo industrial imprescindible para crear puestos de trabajo. No existen datos estadísticos fiables. Pero el desempleo ha llegado a cifrarse en un noventa por ciento.
Ocurre lo mismo con la inflación crónica. Zimbabue es el país con una hiperinflación más elevada, por encima de la que sufre Venezuela. Todos los intentos en la gestión monetaria para frenarla han resultado infructuosos. A pesar de las sucesivas devaluaciones, las cifras que se manejan en los intercambios comerciales son desorbitadas. En trueque ancestral es la única forma que tienen infinidad de personas para resolver sus problemas de servicios a cambio de provisiones.
El rápido crecimiento de la población –ya rebasa los dieciséis millones– acentúa la necesidad de abrir nuevos horizontes que pongan freno a las ansias de emigrar de muchos habitantes. La ayuda internacional, por otra parte, es escasa. El caos reinante disuade a las inversiones extranjeras que son tan necesarias. La inestabilidad económica y la insignificancia del consumo interno son otro elemento disuasor. En la práctica apenas entra alguna inyección de capital de la vecina Sudáfrica.
Es tan elevada la inflación que el papel moneda se queda sin valor de una semana para otra y algunas veces escasea. Los ciudadanos han perdido el sentido de su valor y a veces hasta de su utilidad. La caída de Mugabe en un golpe militar y su reemplazo por el entonces vicepresidente, Emmmerson Mnengagwa, hizo concebir esperanzas de cambio que se disiparon muy pronto. Todos los intentos del nuevo Gobierno resultaron inútiles. La corrupción sigue igual y el descontrol administrativo lo mismo.
El ZANU-PF (Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico), el partido creado por Mugabe y muy arraigado en la sociedad, continúa manejando, si es que se puede decir así, las riendas del poder. Cuenta para ello con el respaldo de las Fuerzas Armadas, hipotecadas por corrupción e incrustadas en todas las esferas del poder, y con la valiosa lealtad de la policía, que mantiene el orden público con muy escaso respeto a los principios de los derechos humanos.
Una de las cosas destacables que a lo largo de estas décadas hizo el Gobierno de Mugabe es la atención a la enseñanza. Alrededor del noventa por ciento de los jóvenes zimbabuenses están alfabetizados. Es uno de los niveles más altos del continente. La pena es que ese conocimiento adquirido no pueden capitalizarlo las nuevas generaciones a la hora de trabajar y emprender los proyectos de desarrollo que el país tanto necesita.