El ébola vuelve a matar

El ébola es la última epidemia mortal de necesidad que resiste a los avances científicos que se van logrando en la defensa de la salud humana. Es una epidemia relativamente moderna y localizada casi en su totalidad en algunas regiones del África Subsahariana. Son muy pocas las personas que sobreviven al contagio y las estadísticas acumulan ya muchos millares de víctimas. Las últimas se están produciendo a diario en la República Democrática del Congo (RDC), uno de los países más extensos (2.348.000 kilómetros cuadrados) y más poblados (82 millones de habitantes) del continente.
Apenas unos meses atrás fue en Liberia donde el ébola causó estragos en la población. Las medidas de atención a los enfermos y sobre todo de protección frente al contagio, arbitradas entonces por la Organización Mundial de la Salud (OMS), consiguieron erradicarla, pero, como se está viendo, para reaparecer en otros lugares del continente. En este caso, en la RDC, un país territorialmente incontrolable, con muchas necesidades de todo género y con su estabilidad amenazada por milicias y guerrillas internas.
Los restos de la que hace algún tiempo fue conocida como Guerra de los Grandes Lagos, que dejó centenares de miles de víctimas, aún colean por buena parte del territorio congoleño. El Gobierno, presidido hasta hace escasos meses por Joseph Kabila, no fue capaz de hacerse con el control pleno de la situación y tampoco parece que el actual, con Félix Tshisekedi al frente, vaya a conseguirlo a corto plazo. La epidemia de ébola ha venido a sumarse a los problemas.
No existen medios para plantarle cara a una epidemia así. Aunque el país es muy rico en materias primas, en buena medida mal explotadas, buena parte del presupuesto del Estado está destinado a mantener unas fuerzas armadas susceptibles de contener las amenazas de los grupos rebeldes. El ébola es una enfermedad terriblemente contagiosa y para tratarla hacen falta profesionales muy expertos y dispuestos a arriesgarse -primero ante los virus del ébola y después ante la inseguridad que reina en el país-, algo que en la RDC no abunda.
La ayuda internacional, que reclama la propia OMS, llega a cuentagotas. Y es imprescindible porque a juicio de los expertos la enfermedad ya está fuera de control y lo más urgente es, además de tratar a los que ya están infectados, establecer férreos cordones sanitarios que impidan su expansión a otras áreas. La población, alarmada ante el peligro, sin embargo, tampoco colabora de manera decidida a aislar las comarcas donde existe.
Las noticias que acabo de leer, en la víspera del día que escribo este artículo murieron dieciocho personas. Es un dato de sobra elocuente de la gravedad del problema. Una sociedad que tanto derrocha en gastos superfluos no debería poder permitirse que algo tan dramático, y en buena medida evitable, pase inadvertido u olvidado. Apenas alguna noticia breve, perdida en las páginas de los periódicos recuerda que la amenaza no cesa y que podría expandirse a otros lugares de la zona.
Quizás no esté de más recordar un detalle que la insensibilidad debería conocer: al noventa y muchos por ciento de la población mundial – casi todos, vamos – la vida se nos ha vuelto más fácil en las últimas décadas gracias a la proliferación de los teléfonos móviles que en buena parte funcionan gracias al coltán, un mineral que tiene en la República Democrática del Congo sus principales reservas. Y, habría que añadir, es poco lo que los congoleños se benefician de esta riqueza.
La solidaridad, que es un bien que los humanos administramos a cuentagotas, tendría que volcarse sin demora a colaborar, junto a quienes están haciendo lo imposible y aún así insuficiente, por ponerle coto a la epidemia de ébola. Y no sólo en el caso concreto de la RDC que estos días alarma, también a contribuir a que las medidas de protección y vigilancia contra su expansión sean más eficaces. Son muchas las vidas que se pueden salvar en Africa, pero también sería una buena inversión en defensa propia, porque el ébola es una epidemia que nos amenaza a todos.