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Ruanda, 25 años después

Ruanda

Hace veinticinco años por estos días el mundo se estremecía ante las noticias, todavía incompletas y poco precisas, de la explosión de odio y sangre que había desencadenado en Ruanda un viejo conflicto entre dos pueblos hermanos: los hutus y los tutsis. Estaba terminando el siglo de las grandes guerras y en Occidente, donde permanecía, estaba latente la amenaza global que encubría la Guerra Fría, nadie se explicaba ni lo que estaba ocurriendo, que era terrible, ni que nadie hiciera nada para pararlo.

A lo largo de tres meses, los hutus inducidos por su gobierno provisional, surgido de la confusión creada por la muerte, en un accidente aéreo provocado, de su presidente Juvenal Habyanimaya, y en una reacción contagiosa de venganzas sin precedente, mataron sin más explicación que la del furor de corte festivo, que a veces desencadena la sangre, a cerca de un millón de personas. Fue el último genocidio de un siglo en el que se repitieron varios – el armenio, el nazi, el estalinista o el de Camboya – y la prueba más patética de que el ser humano no escarmienta.

Las explicaciones, si es que existen para algo como aquella carnicería, parten de la tradicional pugna y a menudo enemistad abierta entre los dos grupos étnicos del país, la mayoría hutu, que son el 85 por ciento, y la minoría tutsi, que representa el quince por ciento de los doce millones de habitantes con que cuenta el país. El Frente Patriótrico Ruandés (RPF), que se enfrentaba al Gobierno en reivindicación de los derechos de los tutsis, fue acusado del accidente aéreo en el que murieron los presidentes de Ruanda y Burundi y fue el pretexto para el comienzo de las hostilidades.

Pero puestos a echar la vista atrás, una buena parte de la responsabilidad de lo ocurrido hay que atribuirla a la nefasta política de colonización belga, una de las más lamentables de cuantas exploraron el continente africano. Algunas iniciativas decretadas por Bruselas que pretendían establecer castas entre los ciudadanos y etnias ruandesas marcaron unas diferencias entre los habitantes que la independencia no había conseguido eliminar del todo. Y si malos fueron los antecedentes, tampoco puede decirse que la Comunidad Internacional respondiese con la urgencia y la contundencia necesarias para poner fin a aquel drama sin sentido que se estaba desarrollando.

Ni las Naciones Unidas ni Francia, que tenía derecho a intervenir, se movilizaron a tiempo para parar la masacre. Lo hicieron, pero tarde, cuando ya las víctimas se contaban por centenares de miles y la convivencia estaba convertida en un infierno hasta en los más recónditos lugares del país. El cine y la televisión han ofrecido espeluznantes testimonios gráficos de aquella salvajada. El drama que había estallado el 7 de abril de 1994 se prolongó hasta el 15 de julio, tres meses en el transcurso de los cuales hasta los propios medios de comunicación occidentales tardaron en adquirir conciencia de la gravedad de aquellos sucesos.

Un cuarto de siglo después, aún en Ruanda subsiste el ambiente de odio generado durante el genocidio. Es mucho el dolor y el deseo de venganza que sobrevive.  Pero, por fortuna, la normalidad acabó recuperándose, el régimen semipresidencialista que encabeza Paul Kagame ha conseguido estabilizarse e iniciar una etapa de prosperidad económica que es un ejemplo para muchos de sus vecinos. Actualmente Ruanda está entre los países de Africa en que el desarrollo crece a mayor ritmo y, a pesar de su limitada población y ajustado PIB, de los que más influyen en la política intercontinental. Algunas veces se oye y se escribe del milagro ruandés. Es muy lamentable y rechazable lo ocurrido hace veinticinco años pero muy admirable la capacidad de recuperación que la sociedad ruandesa, que incluye las dos etnias reconciliadas, está demostrando.

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