La otra imagen de la emigración

En Europa habitualmente contemplamos el problema de la emigración africana desde el aspecto social que implica y desde la impresión humanitaria que a veces despierta. Estamos habituados a ver, leer y escuchar relatos de las penosas travesías de los desiertos, de las dificultades para cruzar fronteras y luego de las esperas de meses y meses en Libia y Marruecos por una oportunidad para intentar cruzar el Mediterráneo hasta las soñadas costas del Norte.
Las tragedias de las pateras, frágiles embarcaciones abarrotadas de personas de todas las edades, mujeres embarazadas y niños incluidos, surcando el oleaje para acabar en el mejor de los casos en una playa de Malta, Grecia, Italia, Francia o España donde no serán bien recibidos y en muchos casos encerrados en campos de internamiento. Todo para, después de engorrosos trámites burocráticos, ser embarcados en aviones especiales con destino a sus países de origen.
Esto en el mejor de los casos, ya digo, porque no son pocas las veces que las embarcaciones zozobran o se hunden dejando el mar de tantos sueños convertido en un cementerio de víctimas del deseo de encontrar trabajo y un mejor estatus de vida. La emigración es un drama que va en aumento y para el que las autoridades no ven soluciones más allá de ponerle impedimentos que incrementan el reto y el riesgo a que sus protagonistas se exponen.
Entre tanto, están las mafias, despiadadas y sin escrúpulos, que se benefician de esta lógica ambición humana y juegan con el engaño y el peligro de la tragedia que no cesa. Pero, mientras tanto, pasa inadvertida la otra cara de la emigración: la de su origen, sus circunstancias y sus desenlaces. Los sacrificios de los que desean emigrar, de sus familiares, ahorrando y endeudándose para asumir los gastos, el vacío y la incertidumbre que dejan las partidas y las esperas de noticias sobre el desenlace.
Muchas veces el mar se traga hasta la confirmación para empezar a guardar luto. Otras son noticias desalentadoras, de problemas en los países de llegada, en las dificultades para ganarse la vida y en muchos casos del arrepentimiento por haber emprendido una aventura para la que apenas existe posibilidad de retorno. Pero son los menos. Los emigrantes que lo consiguen resisten entre otras razones por la frustración que les supone su fracaso.
Quienes más lo sufren son los que regresan deportados. Para muchos es una verdadera deshonra, un motivo para sentir vergüenza y, en algunos lugares, existen tribus que consideran que quien no lo consigue es porque sobre él pesa una maldición. No hay compasión para muchos, sólo el desprecio que supone no haber tenido éxito, de haber dejado a la familia empeñada y de verse discriminado bajo la sospecha de que su suerte le ha vuelto la espalda.
Muchos vuelven a intentarlo, algunos hasta tres veces. No quieren quedarse en sus pueblos viviendo la sensación del fracaso y la incapacidad para hacer lo que otros sí consiguen. Algunas veces las propias familias reciben a los que regresan después de intentarlo con muestras de desagrado. Hay casos de depresiones profundas e incluso de suicidios. La historia de la emigración contemporánea está repleta de casos cuyos detalles estremecen.
Contémplese como se contemple, da igual de un lado que de otro, estamos ante un drama al que la necesidad y la tentación lógica de vivir en un mundo mejor arriesga a decenas de miles de personas que para los gobiernos europeos son “malvadas” y “desaprensivas”. Del mismo modo, desde la Europa del bienestar se les contempla a ellos como un problema que son incapaces de abordar con pragmatismo y sentimiento humanitario.