Los barrios en el centro de la solución tras el coronavirus

Las personas tenemos un marco de desenvolvimiento escalar, puesto que las coordenadas territoriales que manejamos habitualmente cambian según nuestras actividades y ocupaciones, aunque también dependen de nuestros intereses. El hogar familiar supone el primer ámbito de referencia, espacio de seguridad y confort en la mayor parte de los casos. Dependiendo de su configuración y localización, dispondremos —o no— de un segundo contexto que nos organiza en conjuntos o núcleos residenciales más o menos amplios. Y estos, junto a otras unidades de asentamiento, se conforman en barrios.
El barrio además suele ser nuestra referencia más identitaria. El lugar que expresamos cuando se nos pregunta dónde vivimos, la localidad que cumplimentamos en formularios, la unidad básica del nomenclátor y la subdivisión de la entidad de población que se denomina núcleo. El núcleo de nuestra célula vital. Allí donde salimos a pasear, donde a veces compramos lo imprescindible, cuyos espacios públicos solemos frecuentar, donde hemos hecho amistades o por lo menos hilvanado una red de conocidos. Incluso donde viven otras personas que componen nuestra familia extensa.
Barrios con nombre propio, casi siempre con significado inequívoco. Con historia particular y trayectoria social más o menos amplia, jalonada de algunos hechos singulares que le confieren particularidad. No hay dos iguales, pero tampoco muchos son tan diferentes. Allí encontramos a menudo múltiples recursos y medios básicos para nuestro desarrollo personal, familiar y colectivo, como por ejemplo los educativos y sanitarios. Estos y otros servicios públicos —a veces también privados, como los comerciales— procuran potenciales espacios de socialización y construcción comunitaria, caso de los centros ciudadanos en sus innumerables configuraciones (cívicos, vecinales, socioculturales, etc.).
Pero más allá del hogar y del barrio hemos estructurado en muchas oportunidades nuestra realidad ampliada, si bien, atendiendo a escalas que no manejamos tan bien como las inmediatas, apareciendo en ella enclaves o puntos dispersos más o menos densos en cada mapa mental: el puesto de trabajo, el centro de estudios, el lugar de grandes compras, allí donde vamos a entretenernos y pasar ratos agradables, otras residencias familiares, etc. Acudimos con frecuencia a otros barrios, pero no sentimos que somos parte de ellos de manera plena; permanecemos durante un tiempo determinado que no permite consolidar vínculos emocionales. Tienen un valor de uso y reproducción importante, pueden ser esenciales para el desarrollo personal y familiar, pero no son nuestro barrio.
Con todo y por múltiples motivos, la conexión entre el hogar y esos otros espacios más distantes se ha fortalecido recientemente, debilitando nuestra conexión más próxima con el barrio. Más vida en casa y más movilidad pendular, a veces decimos que agotadora, han cortocircuitado el entronque y las relaciones con el marco local inmediato. Y eso tiene consecuencias nada favorables para los vínculos interpersonales, de manera particular en momentos o etapas en las que necesitamos sólidos entornos comunitarios que ofrezcan respuestas concretas ante la incertidumbre. ¿Dónde está el barrio? Nos damos cuenta entonces de que el barrio somos cada uno de nosotros y de nosotras; que no se trata de una instalación laboral, una gran superficie o un espacio de ocio sin más, sino de una construcción social con límites bastante definidos que nos ofrece cierta tranquilidad y seguridad.
Y no hay una responsabilidad única de esa realidad cada vez más generalizada; más bien se trata de una dejadez colectiva, tanto por parte de la administración como por parte de la ciudadanía, organizada o no. Coincide además, en muchos lugares, la obsolescencia y el debilitamiento del tejido asociativo vecinal con la pérdida de influencia de los barrios. Y hasta el urbanismo ha sido poco condescendiente en relación con la creación de implantaciones residenciales que conjuguen el interés y confort particular, con su necesaria inclusión y proyección en el marco socioterritorial en que se asientan. Supone un diagnóstico bastante compartido y complejo de revertir, porque ha derivado en una situación en la que nos hemos sentido cada vez más cómodos.
Lo cierto es que, en el presente contexto de dificultades y extrema incertidumbre que atravesamos y está por venir, el barrio debería suponer un eslabón fundamental de la respuesta que se debe armar frente a una crisis que será enormemente exigente. Pero todo se encuentra escasamente articulado y la referencia clave y casi única para la salida parece ser la administración, en especial la local, que asimismo y en muchas oportunidades poco ha contribuido a estimular la acción comunitaria en ese ámbito, dedicándole atención y recursos. Ahora no disponemos de relaciones —o éstas se han debilitado en extremo— y de un tejido bien cosido y se va a notar. No será además sencillo reconstruirlo con prontitud y desde la inexperiencia en el desarrollo de iniciativas colectivas y la ausencia de medios, así como desde la preferente mirada hacia respuestas centradas en la supervivencia.
Se impone entonces la urgente necesidad de estimular el trabajo comunitario y la dinamización del tejido social, facilitando recursos y claves para reconstruir los barrios como espacios de cuidados e inclusión social, también de oportunidades e innovación social, ligados a estrategias o planes de trabajo que combinen objetivos inmediatos con fines más transformadores a medio y largo plazo. Esto implica reconocer y activar lo que ha logrado permanecer, actualizándolo y apoyándolo, base para lograr nuevas adhesiones y complicidades. Y todas las esferas y protagonistas deben contribuir: la administración aportando medios y estabilidad institucional para la sostenibilidad de los procesos; la dimensión del conocimiento y la acción técnica y profesional asistiendo mediante el diseño de instrumentos y la formulación de método; la ciudadanía implicándose y contribuyendo a enriquecer, poner en marcha y amplificar las estrategias y estructuras que se puedan articular.
No habrá un manual de instrucciones que sirva para todos por igual, porque las particularidades y las circunstancias de partida serán diferentes. Lo que sí está claro es que el barrio puede significar una de las principales bazas y al mismo tiempo el soporte esencial de la reconstrucción socioeconómica, poniendo el acento en lo social, fundamento asimismo de lo otro. El barrio en su dimensión humana, generador asimismo de principios y valores universales, ahora más necesarios que nunca, pese a su pequeñez considerando el marco global. Contamos con el resurgimiento de una cierta —aunque creciente y parece que sincera— conciencia de lo colectivo y la comprensión de que esta adversidad se tendrá que afrontar de manera coral. Si se hace así, el resultado será más que alentador para nuestro futuro como sociedad. Si no es así, los barrios ya no tendrán sentido alguno.
Imagen: Barrio de La Candelaria en La Cuesta (San Cristóbal de La Laguna, Tenerife) desde la Montaña de Guerra, tomada en el marco de la iniciativa “Vecinos al Proyecto” (2003-2014).
(*) Vicente Zapata es geógrafo y profesor titular de la Universidad de La Laguna, director del Observatorio de la Inmigración de Tenerife y de diversos proyectos de innovación social. Premio de transferencia del conocimiento del Consejo Social de la Universidad de La Laguna. Emprendedor social de la Red Impulsores del Cambio promovida por la Fundación Ashoka.