Recetas y bocados “emocionales” directos al corazón

Uno de mis hijos, hace un tiempo ya de esto, me lanzó una pregunta que a saber a estas alturas qué respondí ante la contundencia de la misma: ¿Cuál es el mejor plato que has probado en tu vida?
De perogrullo, por supuesto, reaccioné difuminando el aprieto aseverando que no podría ser solo uno, sino unos cuantos los que entrarían en el umbral de la exquisitez.
Claro que para la respuesta a mi vástago, y por quedar de maravilla, podía haberme concentrado en un restaurante-cocinero/a-creación culinaria (y por tanto ¡irrepetible aquel bulbo de tulipán con caldo de pan artesano de Mugaritz!). Sin embargo, la opción en estos casos pasa por aludir a aquellas recetas o bocados “emocionales” que sin pretender ser más de lo que son -menos aún ostentosos- se antojan profundamente ligados al bienestar, al instante grato y a los sabores simples que convencen al gusto y al corazón.
Siempre hago hincapié en que todos somos gastrónomos y, desde esa evidencia, todos atesoramos nuestro rincón de ‘avituallamiento’ para repararnos con ese vino de la casa y una media ración más abundante que la media ración, o el simple detalle de la pata asada con la cerveza espumeando aún del grifo.
Aprendemos a respetar y valorar estos iconos individuales y muchos colectivos que forman parte de nuestra propia identidad a través del agasajo gastronómico. Recuerdo que en mi época de estudiante de periodismo en Madrid, en el barrio de Aluche donde vivía, cultivé el rato feliz de acercarme a un pequeño local (a fe que era diminuto) que regentaba un extremeño. Su especialidad era, simplemente, un montadito de jamón serrano y un vaso de vino a granel de su tierra por ¡25 pesetas!
Claro que sí: era el lugar, la atmósfera, el pan artesano, la estampa del tabernero cortando ‘eternamente’ el sublime elemento cárnico y ese vino en particular, que pincelaba en una bruma de placidez todo aquel universo comprimido de piezas y embutidos colgados y los aromas cautivos de una gastronomía de grandilocuente sencillez.
Todas nos sentimos bien refugiándonos en esos iconos desde los que parecen ralentizarse el tiempo y las preocupaciones. Aquellos boquerones o berberechos con aliño y cañita en La Alameda, en Santa Cruz; la ensaladilla de La Retama, cerca de la plaza Militar (ambos ya en el recuerdo); un puñado de cacahuetes para ‘tronchar’ pacientemente apurando el ‘vino con vino’ de El Tocuyo, en La Laguna; o en Artillería, también en la plaza lagunera, con aquellos bocadillos de recortes (de jamón) y reglamentaria cuarta de vino.
Así que, viajemos más viajemos menos –hoy casi una entelequia-, dejaremos un amor en cada puerto. Si toca Lanzarote, obligado el montadito de corvina rebozada de Ginory, en El Charco de San Ginés (Arrecife); el chip de morena de El Risco, en Famara; o el de El Templete en El Médano; o unos chicharrones con su revestimiento de gofio en El Paso (La Palma).
Repasen mentalmente sus propias recetas y bocados emocionales a punto de culminar esta lectura. Esos del corazón, los imprescindibles. Ahora que la pandemia aprieta y que se buscan soluciones desesperadas para la hostelería, bien valen los latidos que podrían aportar estos menudos convites a un corazón, el de la restauración, amenazado cada día por el infarto de la covid-19.