Convulsiones sociales en Nigeria

Desde hace un par de semanas, Nigeria arde en disturbios urbanos que amenazan su estabilidad política. Grupos de jóvenes reaccionaron contra la dureza y brutalidad con que la policía viene reprimiendo las manifestaciones —últimamente bastante frecuentes y, hasta ahora, pacíficas aunque muy voluminosas— contra la desigualdad y la corrupción de los ciudadanos divididos entre los doscientos cincuenta grupos étnicos que existen en el país . El pasado 20 de octubre, conocido ya como el “martes negro”, dieciocho personas murieron en la represión con que respondieron las fuerzas del orden.
Pero, aún así, mientras las protestas se extendían por todas las ciudades importantes —empezando por Abuya, la capital—, en Lagos, la más poblada con veinte millones de habitantes, los manifestantes se hicieron con el control de los organismos públicos durante dos días. Los incidentes, que en el momento en que escribo este artículo aún continúan repitiéndose en muchos puntos del país, han creado tanto en el Gobierno Federal como en el exterior una gran preocupación.
Nigeria es desde muchos aspectos la primera potencia del África Subsahariana. Su población se aproxima a los doscientos millones de habitantes, que —con grandes diferencias, por supuesto— comparten una renta per cápita de más de seis mil euros: una cifra tres o cuatro veces superior a la de algunos de sus vecinos. Además de con petróleo cuenta con abundantes reservas minerales y madereras y con un desarrollo industrial que solo la República Surafricana supera en algunos aspectos.
El presidente, el general Muhammadu Buhari, de 72 años, reaccionó con rapidez y contundencia ante la ola de disturbios. No accedió a ningún tipo de negociaciones mientras persistiesen los disturbios. Buhari reconoció en un mensaje televisado que ya eran 60 los muertos, 11 de ellos policías y militares y el resto, manifestantes. Lejos de tranquilizar y calmar los ánimos, la contundencia con que reaccionó el presidente y la intervención del Ejército en algunas áreas frenaron los disturbios, pero no así el malestar y la tensión.
Un analista británico, especialista en temas africanos, comentaba que lo más grave es que las razones que esgrimían los manifestantes en las calles se han visto reforzadas por la represión con que están siendo disueltas las protestas. Nigeria es un país rico en materias primas, desde luego, pero como contrapartida es un país potencialmente conflictivo por su propia estructura social. Lo demostró cuando la región secesionista de Biafra, donde se acumula la mayor riqueza petrolífera, proclamó su independencia. Un acto que desencadenó una guerra civil que se prolongó tres años.
El país está dividido en dos por las religiones: una parte del territorio es de mayoría cristiana y la otra, musulmana. Esa diferencia ha generado problemas políticos desde que hace sesenta años Nigeria obtuvo la independencia de la Corona británica. Estos años atrás fue noticia la actuación terrorista del grupo yihadista Boko Haram, que dejó más de treinta mil víctimas, mucho dolor en las familias y grandes destrozos materiales. Aún hoy, aunque de manera muy disminuida, mantiene el control en algunas comarcas, donde ha impuesto la disciplina coránica y desde donde sigue realizando incursiones en otras áreas e irradiando su fanatismo a otros países.
La inquietud se ha extendido a los países vecinos, todos ellos con sus problemas propios, tanto por la penetración yihadista como por la crisis económica que mantiene a su población en la pobreza. Todos ellos, desde el Chad hasta Benín pasando por Níger, aparecen en los últimos puestos de los ranking mundiales, tanto por su pobreza como por las dificultades que enfrentan. Unas dificultades vinculadas a las libertades, el desarrollo económico y la consolidación de la democracia, siempre expuesta a vaivenes y tentaciones de poder.
(*) Fotografía de portada: Muhammadu Buhari, presidente de Nigeria. /Chatham House.